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No se calienten muchachos

por Ricardo Rodríguez

Tardecita del sábado. La barra integrada por la mayoría de los jugadores de primera división reunida en el Club, como siempre, compartiendo un copetín y alargando la charla previa al partido del domingo. La de mañana era una parada difícil. De visitantes y necesitados de puntos.

De pronto entra el Gordo Lázaro, que cumplía las funciones de aguatero, masajista, y hasta, a veces, se animaba a dar alguna indicación desde la raya de cal. Su rostro desencajado hacía presagiar algo grave.

-¿Qué te pasa Gordito?- le preguntaron.

-Muchachos- respondió Lázaro –No puedo enganchar a nadie que haga de referí mañana- agregó preocupado.

Por aquellos años al referí lo llevaba el visitante. Tarea complicada encontrar alguien dispuesto a impartir justicia, sobre todo en canchas foráneas.

En ese momento, se abre nuevamente la puerta y aparece por el Club Rigoberto Luna. Hombre bajito, con cara de bonachón y amigo de la barra, siempre ligado al Club.

-¡Lunita!- exclamaron los muchachos. Se paró el Colorado Benavídez y estrechándolo en un abrazo le dijo:

-Justo estábamos hablando de vos, mañana te necesitamos. Tenemos que llevar el árbitro para el partido, y pensamos que vos serías el más indicado- le dijo con tono convincente.

Rigoberto se negó rotundamente. Buscó mil escusas, apeló a pretextos poco creíbles para tratar de zafar.

-¡Ustedes están locos! Ni en pedo me meto de referí. Qué quieren que me caguen a palos.

-Dale Lunita-. Así le decían, inclusive muchos no conocían su verdadero nombre. -No nos podés fallar en esta. Si no llevamos referí van a poner uno de ellos y nos afanan el partido seguro-.

La insistencia de los amigos del Club fue tal que Luna no tuvo más remedio que aceptar y formar parte de la delegación.

El traslado hasta el pueblo vecino, a veinticinco kilómetros de distancia, era en camión. Un Chevrolet, modelo 37, que se caía a pedazos. Había que salir temprano para llegar a tiempo al partido. El chofer, don Salomón Habib, lo cuidaba como si fuera una joya. Para colmo a mitad de camino había una loma brava, una vez, cuentan, los jugadores se tuvieron que bajar a empujar para ayudar al camión a llegar a la cima. Junto a Salomón, adelante, viajaba Lunita. Atrás, en la caja que después serviría de vestuario, cubiertos por una lona con algunos agujeros y muchos remiendos, el gordo Lázaro y los once muchachos que iban a defender estoicamente los colores del Atlético Pueblo Nuevo. Suplentes no hacía falta llevar, porque en ese entonces no estaban permitidos los cambios.

El partido arrancó parejo, pero con el correr de los minutos los locales empezaron a dominar las acciones. El primer tiempo terminó cero a cero. En el segundo, los dueños de casa salieron con todo, una buena actuación del arquero del Atlético, la marca implacable de los fullbacks, y alguna mano que les daba Lunita de vez en cuando, hacía que el marcador continuara cerrado.

La gente, afuera, se estaba empezando a impacientar. Las decisiones arbitrales de Lunita dejaban bastante que desear. ¡Por momentos parecía un defensor más del Atlético!. Los insultos arreciaban. Las amenazas de la parcialidad local estaban haciendo meya en la serenidad de Lunita.

Faltaban cinco minutos. La hazaña estaba a un paso de conseguirse. El empate tenía sabor a victoria. Porque era logrado de visitante y porque en realidad, los rivales habían sido netamente superiores.

Hasta que llegó el instante fatídico. Un largo pelotazo cae dentro del área, en la desesperación por sacarla Juancito Muñoz, el dos del Atlético, le erra la patada y antes que conecte un delantero rival, le pega un puñetazo a la pelota al mejor estilo Antonio Roma.

-¡Mano! ¡Penal!- Fue el pedido unánime. La gente amagaba con meterse a la cancha. Los jugadores esperaban el sonido del pito para festejar. Lunita dudó, los segundos parecían minutos. Hasta que finalmente, y en contra de su voluntad y con todo el dolor del alma, sopló fuerte el silbato y marcó –¡Penal!-

La algarabía se desató inmediatamente. Un penal sobre el final del partido era victoria asegurada.

Rigoberto Luna se paró en la raya del arco, apretó la pelota bajo el brazo derecho, listo para iniciar la caminata que, originalmente, tenía que ser de doce pasos, para colocar el balón a la distancia justa para la ejecución de la pena máxima.

El penal ya estaba cobrado, pero los jugadores del Atlético no se querían convencer. Rodearon a Lunita, increpándolo de mala manera. No lo dejaban avanzar.

-¿Qué cobraste Luna? ¿Dónde viste penal? ¿Para esto te trajimos? ¿Querés volverte caminando?- eran algunas de las cosas que le decían intentando cambiar su decisión, además de insultarlo sin contemplaciones, haciéndole recordar que ellos lo habían convencido para que venga a jugar de referí.

Lunita, con la cabeza gacha y sin soltar en ningún momento el esférico, comenzó su camino…

-Uno, dos, tres, no se calienten muchachos- decía mientras seguía caminando.

-Cuatro, cinco, seis… yo les dije que no sabía de esto- continuando su marcha.

Mientras hablaba, Lunita seguía dando pasos, entonces cada vez se iba más lejos del objetivo.

–Siete, ocho, nueve… acuérdense que me trajeron obligado, yo no quería, pero ustedes insistieron, ahora no me jodan… diez, once, doce- finalizó el conteo y la caminata, se agachó y colocó la pelota para la ejecución… ¡casi sobre la línea del área grande! Tanta charla entre medio había hecho que la cantidad de pasos se extendiera, había contado doce pero…. ¡había dado como veinte!.

–¿Quién patea? Preguntó Lunita, imperturbable. Los jugadores locales se miraban atónitos.

-¿Pero cómo?- dijo el capitán del equipo, -¿Desde acá hay que patear?. ¡Usted está loco!-

Lunita con esa facilidad que tenía para demostrar tranquilidad en los momentos más difíciles, en tono compinche se dirigió a los jugadores del equipo local:

–Muchachos, encima que les doy un penal casi sobre la hora me van a hacer quilombo. Dejensé de joder se patea desde acá y listo- dijo tratando de calmar los ánimos.

En un acontecimiento poco habitual en el fútbol, Lunita había logrado tener enojados a los dos equipos al mismo tiempo. Los visitantes, sus amigos del Club, por el penal que les había cobrado en contra, y los locales porque se los quería hacer patear desde el borde del área. Los veintidós jugadores lo estaban rodeando, insultando, increpando y con ganas de darle algún coscorrón. Lunita, en un momento de lucidez, miró de reojo su reloj y se dio cuenta que…. ¡se habían cumplido los noventa minutos!, entonces, ante el estupor generalizado y con cara de “acá no ha pasado nada”, expresó:

-Es la hora señores. Final del partido. Cero a cero, todos contentos y cada uno para su casa- y, aliviado, hizo sonar su silbato.


Última modificación: 10 de Mayo de 2010, 22:56:02 .

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